lunes, 28 de febrero de 2011

sábado, 26 de febrero de 2011

lunes, 14 de febrero de 2011

ALGUNOS REFERENTES PARA MIS PROXIMOS CAMPOS DE ESTUDIO

- La infancia. La infancia como periodo en el que todo es posible y creíble, donde la fe es una magia real, a veces dulce y a veces amarga. Lugar temporal en el que nuestros miedos son muchos pero nuestra felicidad y capacidad de aprendizaje los supera. La infancia como concepto ambivalente de aceptación y negación a través de la experiencia lúdica del espacio cultural y familiar inmediato.

- El juego. El juego como medio de exploración del mundo que nos rodea y como sistema de conocimiento y reconocimiento del entorno y de la experiencia de vivir.

- El hogar/la madre. El hogar como primer espacio vital donde se manifiesta nuestra vida y la madre como personificación de este espacio. El hogar y la madre como espacios de refugio y de conflicto, de salvación y de condena.

- El folclore y la religión. Como manifestaciones más evidentes de nuestra herencia familiar directa, actuando de punta de iceberg de todo lo heredado, y de escenificación de cómo afectan las tradiciones culturales, populares y familiares a la educación emocional.

BOCETO 01. DE LA HERENCIA Y LA MEMORIA. VIDEO-INSTALACIÓN.

sábado, 12 de febrero de 2011

SOBRE EL ARTE, LA HERENCIA Y LA MEMORIA.

La soledad no parece buen camino para vencer los males sociales pero quizás sí la intimidad compartida.

Casi nadie cree que cambiar la vida de los otros sea importante para la propia vida. Pero vivimos en la modernidad líquida del mismísimo Bauman en la que todo fluye de forma acelerada, y lo que ocurre en mi sociedad-en mi barrio-en mi casa-en mi mismo afecta inevitablemente en la otra parte del mundo. La construcción cultural de un mismo lugar afecta irremediablemente en el otro.

Todo se vuelve un caos en el que las fronteras sociales y culturales coinciden cada vez menos. Y donde el efecto de la mariposa deja de ser un proverbio poético para convertirse a diario en la noticia de un informativo. Como diría el escritor Milan Kundera, una “unidad de la humanidad” como la que ha generado la globalización significa sobre todo que “nadie puede escapar a ninguna parte”. Algo que sin duda es dificil de aceptar.

Y éste es el estado psicológico de gran parte de los individuos de nuestra sociedad. El desequilibrio es evidente y la búsqueda del mismo parece estar centrada en las cosas mínimas que podemos controlar, en los objetos cotidianos, en lo físico que nos rodea y que parece ser lo único que escapa de lo intangible de esta inquieta desazón. Buscamos blancos sustitutivos hacia los que dirigir nuestros excedentes de temores existenciales a los que no hemos podido dar una salida natural por que nadie nos educó para ello.

La educación debería ser siempre una herramienta positiva para realizarnos como personas adultas maduras y sanas psicológicamente. Pero ¿qué ocurre cuando esto no es así?

Es evidente que los hábitos educativos de nuestra infancia determinarán nuestra persona actual y futura preparándonos para la vida de hoy. Somos el resultado de nuestro ámbito cultural. Desde que nacemos absorbemos lo que nos rodea confiando plenamente en que eso es el mundo y es lo único que necesitamos para sobrevivir en él.

El hogar, como espacio de refugio y de conflicto, de salvación y de condena, como espacio vital a través del que nos relacionamos con nuestra cultura y a partir del cual nos construimos como personas, juega un papel fundamental en nuestra infancia, pues nos lo ofrece todo, tanto que casi seremos lo que se nos ofreció durante esos años de nuestra vida.

Este hogar infantil en el que se nos educó surge de un postfranquismo lleno de fantasmas, de arcaísmos propios de una España de dictadura donde se entremezclan las bendiciones y maldiciones de nuestros padres y abuelos. Donde el folclore es lo desgarrado y lúdico, y la religión lo mágico y expiatorio. Siendo nosotros herederos directos de todo ese mundo lleno de contradicciones sin que nadie nos diera opción a rechazarlo o aceptarlo. Porque lo que nos ocurre de niños no se cuestiona. Pero tampoco se olvida.

La carga de la tradición familiar y popular se nos ofrece de pequeños y con ella los valores, los principios, las creencias, la religión, la educación, la gastronomía, los juegos, las canciones, toda la vida de nuestros ancestros, pero que no es la nuestra. Y todo es aceptado sin remedio y de buen agrado mientras somos niños. Pero los niños crecen y lo hacen en un mundo distinto de donde esos hábitos culturales eran efectivos, porque el mundo ya no es local sino global.

En todo este ejercicio de retrospección antropológica, tiene gran presencia la figura de la madre, como portadora directa de todo lo que seremos, como nuestro “otro yo” mientras somos niños. Si mi madre ve, yo veo. Si mi madre cree, yo creo. Las madres son ese otro lugar donde nosotros somos. Y de ellas recogemos todas las herencias. Sus miedos y esperanzas se repetirán en nuestros subconscientes como un martilleo sutil que nos acompañará durante toda la vida.

Dos aspectos relacionados íntimamente con los de hogar y madre, y que cobran especial importancia en el escarbar de nuestro pasado, son las manifestaciones culturales heredadas y cultivadas en la familia, como son en mi caso en particular, el folclore popular y la religión.

Cuentan que cuando se le preguntó al cantaor Manolito María que por qué cantaba, él contestó de forma rotunda: “canto porque me acuerdo de lo vivido”. Así es como se convierte el folclore popular en una necesidad de expresión acumulada, en un mirar de los ojos hacia adentro. En un ritual místico que enlaza y se fusiona directamente con el sentir religioso. Porque la religión también se hereda haciéndote construir tu infancia aceptando y negando lo transcendental de la experiencia de la vida, como si de un sencillo juego se tratara.

Estas herencias se repiten y acumulan de forma sistemática creando un entramado complejo y difícil de desenmarañar, que acentúan la falta de un suelo sólido, y que reclaman en la actividad artística una vía de escape legítima a la que aferrarse para poder respirar.

El arte puede actuar como una ventana a través de la cual se muestra el caos, porque si “nadie puede escapar a ninguna parte” mejor será que indaguemos en lo que somos de la forma más sincera e íntima posible, para que este ejercicio de desvelar nuestro caos interno sirva para cuestionarnos todos los significados establecidos.

Dotar de forma al recuerdo a través del arte desde la madurez de lo vivido, nos permite hacer tangible nuestra memoria. Y ésto es otra forma de escribir la historia.